Por  Hernán Vergara Mardones

La bioequivalencia entendida como la comprobación de la calidad, eficacia y seguridad de un medicamento de réplica respecto a un innovador considerado como un referente óptimo, tiene como objetivo principal habilitar la intercambiabilidad entre ellos.

Es, por cierto, una medida muy atinada y necesaria para permitir el acceso a buenos medicamentos de sectores poblacionales de recursos insuficientes para optar a medicamentos de alto costo.

Las agencias reguladoras de cada país son las encargadas de efectuar los estudios y mediciones conducentes a acreditar las bioequivalencias que se requieren.

Para ello se practican pruebas “in vitro” e “in vivo”, según el medicamento a calificar como bioequivalente. Obviamente, estos estudios deben ser hechos de la mejor manera posible, de acuerdo a normas y exigencias claramente establecidas.

Lamentablemente, no siempre se actúa de esta manera y así surgen dudas y temores respecto a los resultados y al uso de los medicamentos así calificados como bioequivalentes.

Algo o mucho de esto ha sucedido en Chile, no obstante lo cual, las autoridades sanitarias y políticas tienen en curso una política de medicamentos bioequivalentes que, supuestamente, cumplen con las normas establecidas y por ello son eficaces.

Al mismo tiempo, Anamed acepta o rechaza la acreditación de la BE de productos extranjeros que postulen ingresar al país, según una apreciación casuística no siempre avalada por antecedentes consistentes.

Así, por ejemplo, suelen rechazarse BE acreditadas en Corea del Sur e India, cuyos desarrollos tecnológicos farmacéuticos son muy superiores al nuestro.

A falta de recursos y experiencia disponibles en Chile, un procedimiento apropiado sería establecer una tabla de referencia y aceptar las bioequivalencias acreditadas por los países de procedencia que figuren con una clasificación idónea.

De esta manera se asegurarían en Chile bioequivalencias suficientemente acreditadas.

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